El capítulo siete nos recuerda que por muy importante que pueda ser un argumento convincente, hay algo — Alguien — necesario para moverme a rendirme.
“Es el Espíritu Santo, por lo tanto, quien inculca el sentimiento de la filiación divina en el corazón, quien nos hace sentir (¡no solo saber!) que somos hijos de Dios. El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios (Romanos 8:16). Esta obra fundamental del Espíritu Santo a veces tiene lugar de manera repentina e intensa en la vida de una persona…Con motivo de un retiro… o con ocasión de la oración por una nueva liberación del Espíritu, el alma se llena de una nueva luz en la que Dios se revela de alguna manera como Padre…. Se experimenta un sentimiento de gran confianza y un sentido completamente nuevo de la condescendencia de Dios. En otras ocasiones, en cambio, esta revelación del Padre va acompañada de un sentimiento tan fuerte de la majestad y trascendencia de Dios que el alma se siente abrumada”. – Raniero Cantalamessa, Vida en el Señorío de Cristo
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